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EL FOTOGRAFO JUAN PABLO PEREDA RELATO SU EXPERIENCIA EXTREMA EN PLENO CAMPO PATAGONICO

01.12.2014 19:36
 
Días atrás viví mi primera experiencia extrema en la Patagonia, y en esta profesión de fotógrafo de Naturaleza. 
Por esta época del año suelo estar en Puerto Deseado, realizando fotos para el calendario de esta localidad, que publico todos los años. El lunes pasado, buscando fotos de ñandú patagónico –que por estos días andan con crías–, y también de liebres patagónicas; llegué hasta Bahía Mazarredo, una playa distante unos 120 kilómetros de la ciudad, donde antiguamente funcionaba una estación de telégrafo y una estafeta postal. Las dos casas correspondientes a ambas actividades, aunque abandonadas y saqueadas, se mantienen en pie con cierta dignidad, mostrando una arquitectura de la "Belle Epoque", que, en a aquél rincón lejano, inhóspito y desértico de la Patagonia, dan una bella nota de romanticismo y nostalgia. Acerca del saqueo creo que mejor no hablar… ¿cualquier semejanza con la realidad actual, será mera coincidencia? Unos cientos de metros más alejado, hay un cementerio con cuatro tumbas, dos de ellas con cercos de hierro filigranado. Por lo que me han contado las gentes de Puerto Deseado, Mazarredo estuvo poblado hasta la década de 1950.
Pero vuelvo a mi relato. En busca de imágenes, llegué hasta extremo más alejado de la playa por un camino para autos, y de allí en adelante, continuaba un suelo de cantos rodados, el tipo de terrenos por el que muchas veces había transitado, pero esta vez no tuve en cuenta que este había sido un año muy llovedor. En algunos lugares de la playa, no demasiado lejos de donde yo estaba, había grupos de autos de pescadores, y que especulé que en caso de necesidad, podría pedirles ayuda. Así que avancé un trecho por los cantos rodados, hasta que el vehículo comenzó a enterarse. Después de algunos esfuerzos por salir, no se movió más. Todos los intentos para liberarlo fueron inútiles. Miré hacia donde estaba uno de los pescadores. Ya no quedaba nadie. Busqué con el teleobjetivo grande hacia donde estaba el otro grupo. También se habían ido. 
Consideré mi situación. Era lunes (feriado). Lo más seguro era que los pescadores no volvieran hasta el fin de semana siguiente. Calculé la distancia hasta las dos estancias que había pasado en el camino, en menos de 30 kilómetros. Tal vez podría llegar antes de que cerrara la noche. Cargué dos botellas de agua, algunos víveres, navaja, linterna, y mi equipo de fotografía, que preferí no dejar en el vehículo. Comencé a caminar. Eran las 5 de la tarde. Durante las primeras dos horas caminé a campo traviesa, ya que con ello ahorraría algo de distancia hasta el camino real. Pasé a una distancia escasa de la punta donde había visto el segundo grupo de autos, el viento estaba calmo, y me pareció escuchar voces. Me acerqué, sumando tal vez un par o más de kilómetros de lo que luego fue mi recorrido total. Pero a nadie encontré al llegar. Volví al rumbo que llevaba, en dirección al camino. Los guanacos me observaban desde las lomadas, caminaban en la misma dirección, mirando curiosos y soltando sus relinchos estridentes. Logré reunir ánimos como para hacerles algunos disparos fotográficos. Bajaba el sol y las sombras empezaban a inundar los cañadones. Un zorrino se paró delante de mí en actitud desafiante, obligándome a torcer mi recorrido. Así llegué hasta un alambrado, decidí costearlo, imaginando que me llevaría hasta el guardaganado del camino. Así fue que una hora después llegué al camino. Al menos, allí existía la posibilidad que algún encontrarme con un vehículo. Los resplandores del atardecer se apagaban, comenzaron a encenderse las estrellas, y un cuarto creciente rojizo se elevó algunos grados sobre el horizonte. Antes de que oscureciera por completo, las últimas luces del atardecer hacían algunos juegos y movimientos que, por momentos, me parecieron los faros de un coche. Hasta llegué detenerme y aguzar la vista en un intento por distinguir de qué se trataba, pero después de un buen rato, los juegos de luz no parecían acercarse. Decidí que se trataría de movimientos de nubes. Caminé durante algunas horas más, confiando en el camino. Recordé un viejo decir gauchesco: “Siga andando, qu’el camino, p’algún lao lo ha de llevar…”. De tanto en tanto, encendía la linterna para verificar el entorno. Las horas transcurrieron, con la única compañía de algunas voces de aves nocturnas, y el sonido de mis propios pasos. Llegué a otro guardaganado, donde había un letrero con el nombre de una estancia. Me detuve uno momento y reconsideré mi situación. Según mi memoria faltaba un buen trecho más para llegar hasta el casco de la estancia. El guardaganado tenía dos paredes laterales grandes y sólidas. Las piernas me pesaban de cansancio. Eran las doce y veinte de la noche. Junto a una de las paredes, había algunas matas de pasto, y unas piedras grandes. Saqué las piedras, y en la cavidad que quedó debajo, la tierra estaba blanda. Allí, junto a la pared, me guarecí del viento del oeste, que ya traía un poco de frío. Las matas de pasto ofrecían algo más de protección. Con el bolso de fotografía como almohada, me ovillé sobre mi costado derecho, saqué el brazo izquierdo de la manga de la campera y lo doblé sobre mi pecho para evitar toda pérdida de calor. 
Durante varias horas más, fue imposible dormir, los calambres en las piernas comenzaron. “¿Podré pararme mañana?” – pensé, “¿Podré caminar?”. Recordé que las primeras luces del día comenzarían a mostrarse alrededor de las cuatro de la mañana. Pensé en la vieja estación de telégrafo, retirada de sus funciones por obsoleta... de haber estado en funcionamiento, en este momento, quizás yo ya estaría de regreso en el hotel. 
Durante las horas que siguieron, me dediqué a contemplar el cielo patagónico, buscando las distintas constelaciones. Las estrellas crepitaban, y parecían bullir, caerme encima. Varios aviones cruzaron el cielo con sus luces titilantes y sus trayectos rectilíneos y uniformes. Satélites en sus marchas lentas y continuas. Estrellas fugaces, todas las que se quisieran. Y… otras pequeñas luces puntiformes, cuyos movimientos veloces y erráticos, y sus bruscos cambios de direcciones, no mostraban ninguna semejanza con estrellas fugaces, ni satélites, ni aviones. Logré dormitar durante algunos lapsos de tiempo, hasta que los temblores de frío me despertaban. Estiraba y movía mis piernas doloridas, y volvía a ovillarme para conservar calor. Volvía a contemplar el cielo. Así transcurrieron las horas de la noche. Varias veces pensé que, de no haber sido por el frío, sin duda esta sería una de las experiencias más increíbles de mi vida. La noche era diáfana, de una belleza sobrecogedora. 
Después de las tres de la mañana, el viento se detuvo, el frío sosegó su presión, y pude dormir un poco más. Me despertaron las primeras luces de la alborada. Una pareja de zorros, jugaba alegremente a escasos metros de mí. Volví a estirar las piernas, me dolían. Lentamente me estiré, y lentamente, logré pararme. Mojé mi mano y me la pasé por la cara. Durante un largo rato, contemplé el amanecer y el viento fresco de la madrugada terminó de despertarme. Lentamente, levanté el bolso de fotografía, crucé la bandolera sobre mi hombro, recogí una varilla de alambrado que yacía junto al guardaganado, y utilizándola como bastón, comencé a caminar. Luego de los primeros veinte o treinta pasos, los dolores en las piernas comenzaron a desaparecer. Tras unas dos horas de marcha, llegué a la tranquera de la primera estancia. Había estado allí varios años antes, pero no recordaba qué distancia había hasta el casco, podrían ser varios kilómetros, y por ello decidí continuar hasta la otra estancia cuyo casco recordaba sobre el camino. Los perros ovejeros me salieron al encuentro, en actitud entre desconfiada y curiosa. Intenté algunos saludos y palabras cariñosas, y pronto cambiaron su actitud, y ya comenzaron a saltar a mi alrededor, dando voces amistosas. Un gaucho viejo salió a la puerta. Le expliqué mi situación, preguntándole si tenía algún medio de comunicación con su patrón, o con “el poblao”. Luego de su negativa, permanecí a la espera de que quizás me ofreciera un caballo, con el que podría haber ido hasta otra estancia cuyos propietarios conocía. Pero no existió tal ofrecimiento. Sólo me sugirió que regresara a la estancia vecina, donde sí tenían equipos de radio y teléfono, asegurándome que el casco estaba a sólo unos cientos de metros de la tranquera. 
Otro par de horas de caminata me llevaron hasta el casco, pero allí no encontré rastros de presencia humana, en ninguna de las casas que había. Pensé que probablemente el puestero ya habría salido en su recorrida matinal, y volvería al mediodía. Como una de las casas estaba abierta, y allí encontré una cama, decidí dormir un rato hasta el mediodía. El puestero no regresó. Recordé que es cosa bastante habitual –dadas las distancias, y las extensiones de los campos de la Patagonia–, que los puesteros paren a almorzar con un compañero de alguna estancia vecina, antes de la recorrida de la tarde. “Volverá a la noche…” – pensé. 
Decidí descansar esa tarde, mientras esperaba que llegara alguien, y después, estudié el mapa. Otro camino se extendía 45 kilómetros hacia el sur hasta llegar a la ruta nacional de acceso a Puerto Deseado. Calculé que podría recorrer esos kilómetros en dos días. A medio camino había otra estancia, y aunque allí tampoco encontrara gente, podría pasar la noche y recargar agua. Ya en la ruta nacional, sería fácil que algún vehículo me llevara, en cualquiera de las dos direcciones, hasta la civilización. 
Al caer la noche, el puestero no regreso. 
A la mañana siguiente, habiendo descansado bien, recomencé la marcha, ya más liviano, porque había dejado el equipo de fotografía en la casa, que volvería a buscar después. Eran las 9: 30 de la mañana. Y así caminé durante varias horas, cortando campo en las curvas cerradas para ahorrar algo de distancia, y parando de vez en cuando para rehidratarme. Pasó el mediodía con sus peores horas de calor, que me obligaron a llevar mis escasos abrigos en la mano. Eran casi las 3 de la tarde, cuando me aproximaba a otro alambrado, con su guardaganado. Sobre el alambrado, pero a una distancia considerable del camino, divisé dos casillas rodantes, pude ver que la grande no tenía puerta. Consideré la posibilidad de ir hasta ellas. Tal vez hubiera alguien. Pero, si no obtenía ningún beneficio, habría significado tiempo y pasos desperdiciados. Y mientras estaba en esas cavilaciones, en el punto donde el camino se encontraba con el cielo apreció un vehículo todo terreno. Avanzaba hacia mí, blanco, nítido, seguido de una espesa nube de polvo. 
“Bueno… parece que estoy salvado”, pensé. Al llegar, se detuvo al lado mío. 
–¿Pereda? – preguntó el conductor. 
–Por ahora…– contesté a media voz. 
Y echando pie a tierra, el Teniente de Navío Fernando González me abrazó efusivamente. 
–Desde ayer que lo estamos buscando… – comentó. 
A los pocos minutos, llegó otro vehículo, conducido por el Sr. Marcos Oliva Day, de la Fundación Conociendo Nuestra Casa, que también me buscaba.
 
El relato de mi experiencia termina acá. Según el mapa del camino recorrido, la caminata fue de 40 km., aunque pienso que debe haber sido más, por las idas y venidas por la playa en busca de los otros vehículos, y por haber ido hasta la primera estancia, y después haber tenido que desandar camino, y desviarme hasta la otra, y después volver. Esta experiencia, que esta vez tuvo final feliz me deja con varios replanteos, y ha sido una llamada de atención para mí. Y no puedo dejar de recordar la frase de aquel gran hombre de los caminos que fue nuestro Don Segundo Sombra: “El hombre que sale solo, debe volver solo.”
 
Si es que el lector llegó hasta estas líneas, quisiera agregar algo más. Y son agradecimientos. 
Al Teniente de Navío Fernando González y al Suboficial Principal Antonio Morata, de la Armada Argentina, que me encontraron. Y que habían salido a buscarme en el vehículo particular del Teniente González, porque los móviles de la Armada no estaban disponibles. 
Al Sr. Marcos Oliva Day y a Ariel Juanto que también me estaban buscando y llegaron a poco de que me encontraran los efectivos de la Armada, y que me escoltaron de regreso a Puerto Deseado. 
Al Sr. Jorge Ribaya, Jennifer Pickering y Alejandro Toimil, de la estancia “La Pluma”, que también estaban buscándome, y que junto con las personas antedichas, trabajaron durante varias horas para sacar mi vehículo de su encajadura y devolverlo al camino. 
A don José Luis Pérez –un piloto de raza–, y a mi amigo Alejandro Crucich, también piloto; que realizaron varios vuelos de reconocimiento para intentar encontrarme, y que resultaron de vital importancia para informar en qué lugares yo no estaba. 
A mis amigos Ricardo y Javier, de Darwin Expediciones, y a mi amigo Jorge Cis, que ya estaban a punto de salir a buscarme en sus vehículos. En especial a Ricardo, que se comunicó con mis familiares. 
A los “abuelos” Ferrari, con quien debía encontrarme la noche que falté, y al personal del Hotel Isla Chaffers que informaron mi ausencia; y en especial a mi amigo Adrián Fernández (dueño del hotel), que mediante una serie de deducciones inteligentes y certeras, supo que yo había tenido una emergencia, y dio aviso al Destacamento de Policía de Puerto Deseado. 
A la Radio AM740 de Puerto Deseado, y al programa “Deseado Revista” de Mario Lopes, que colaboraron con la búsqueda. 
Y a toda la gente de Puerto Deseado que mostró tanta preocupación por mí, y que en los días que siguieron, me manifestaron –y continúan manifestándome– tantas demostraciones de afecto. No quiero dar nombres, porque podría olvidarme de alguien, y eso sería muy injusto. A todos ellos, gracias. Sepan que el afecto es recíproco. 
E igualmente, a todos los que me han hecho llegar su afecto por medio de llamadas, mensajes de texto, correos electrónicos y Facebook. Gracias. El afecto también es recíproco.
 
Juan Pablo Pereda

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